Viernes, 18 de octubre de 2013
Publicado por PoetaRamon @ 18:34  | Relatos
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UNA HISTORIA DE CINE

 

Siempre los veía juntos y siempre en el cine, o entrando o saliendo de aquella sala mágica que posibilitaba el que se alumbraran los propios sueños con aquel haz de luz que iluminaba la pantalla. Ambos eran altos y apuestos, con una elegancia rancia de una década atrás en la que parecía haberse detenido su reloj y su guardarropa.  Él llevaba siempre unas gafas de sol oscuras,  que se quitaba instantes antes de entrar en la sala de proyección y se guardaba en el bolsillo de la chaqueta gris marengo que se ponía la mitad del año, o en la de azul cobalto que vestía el resto del tiempo, cuando los rayos de sol doraban los días. Todos los domingos repetían el mismo ritual, todos los domingos iban al cine a la sesión de las siete de la tarde. Los llamaba burlonamente los novios eternos. Nada sabía de ellos, ni nombres ni familias en los que entroncarlos. Sus edades parecían haberse detenido en esa imperecedera juventud que ronda la treintena. También yo asistía entonces al cine, que era casi la única diversión del pueblo junto a los viejos billares para cuyo juego estaba tan poco dotado. Iba los sábados y los domingos de cada semana. Diariamente en verano, porque a diario cambiaban la cartelera, aunque fuera para ver viejas y a veces cortadas películas que ya había visto repetidamente en años anteriores. Pero era el domingo cuando me los encontraba, yo rodeado de la pandilla y ellos envueltos en la complicidad del amor. Los miraba con curiosidad, como el que observa una postal antigua en la que brillan dos amanerados amantes. Imagino que ellos nunca repararon en mí, siempre con gente, siempre dentro de la abigarrada masa que entonces se atrincheraba en un cine. Sólo ellos se distinguían del resto, por el tono oscuro de sus ropas, por la sobriedad de sus gestos, por la comedida pasión con que se miraban y hablaban, por la tierna sonrisa que mutuamente se dedicaban, por el gesto adusto, casi sin expresión, con el que sin embargo se amaban. 

     Su fotografía de bodas expuesta en el escaparate de Angelín, el fotógrafo del pueblo, fue lo único que me delató el acontecimiento. Él con traje negro y sus invariables gafas oscuras. Aliviaba su estampa el que llevara en una de sus manos, casi apretaba, unos guantes blancos. Ella iba muy elegante, su blanquísimo vestido terminaba en una larga cola. Un vaporoso velo de tul la envolvía. Ya parecía entonces una foto antigua, sólo le faltaba el tono sepia con el que visten los años al olvido. Pese a la boda, sus hábitos no cambiaron. Siguieron entrando cada domingo al cine. Por eso vi el embarazo ir a más. Un día desaparecieron. Me los resucitó el fotógrafo. Se les veía felices por el bautizo de su primer hijo. Estaban junto a los padrinos, me extrañó el que me fueran conocidos, pero seguía sin saber nada de mis protagonistas. Nunca los había visto pasear por el pueblo, entrar en un bar... Nunca fuera de aquel cine y sus alrededores. Sólo para él, sólo para su misterio parecían estar hechos. Estuve varios años sin encontrármelos. Supe de ellos  por las fotografías del bautizo de sus hijos, tres en total, y en cada ocasión  unos padrinos nuevos a los que siempre reconocía. Mientras tanto yo me había casado e ido del pueblo, aunque cada vez que volvía para visitar a la familia solía reservar un par de horas de los domingos, como si de un ritual se tratase, para escaparme al cine. Ahora sé que en lo más secreto de mí albergaba la esperanza de volverlos a ver, por estudiar su miraba y comprobar si aquel comedido y adusto amor seguía entero, por verificar si seguía intacta su sobria elegancia, por mirarme en el espejo de sus gestos y comprobar si también yo amaba tan intensamente. Siete años después me los encontré de nuevo, en el cine. Parecía que nada había cambiado, salvo el traje de él, ahora de un brilloso gris perla, pero sus gafas oscuras me parecieron las mismas. Los vi cada domingo que regresé al cine, cada vez más solo y desangelado. Aquel dominio que ejerció sobre las multitudes durante décadas había ido desapareciendo hasta acoger ahora a una escasa docena de espectadores. A nadie extrañó su cierre. Lentamente el tiempo fue cubriendo de polvo y telarañas el regio vestíbulo. La rotura de sus cristales fue el aria que cantó su muerte. Un día colocaron una pared de ladrillos en su entrada. Así sigue diez años después. De tarde en tarde me paso por su puerta y la añoranza de tantas aventuras y sueños allí vividos se me hace presente, también los novios eternos y el deseo de volverlos a ver. No ha sucedido, pese a que seguramente siguen viviendo en el pueblo. A veces hasta dudo de su existencia, me parece que nunca estuvieron allí, que fueron sólo dos figurantes que invariablemente se asomaron durante muchos años a la pantalla del cine de mis desvelos.

 

Ramón LUQUE Sánchez

San Fernando


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